El Almodóvar de los 80 me abrió los ojos al cine español. Era mi equivalente a página porno en pantalla grande, como los anuncios por palabras del periódico lo eran del sexo de pago. Su universo se me replegaba como braga húmeda trasparentando vestido y pidiendo guerra. No lo considero cineasta sino terapeuta, su cine es su terapia, y en cierto modo ha sido la nuestra. La Ley del Deseo, Matador o Entre Tinieblas son mis favoritas. Pretendiendo ser más uterino que vaginesco acabó en tostón, resultándome más un director de momentos, de secuencias o de planos, apeticible en boca con submarinistas, carceleras, porteras o tupperwares pero ahogado en la perspectiva. Y es que uno no se basta para su genialidad. Se lo inventa, se lo guisa, se lo come y se lo vende. Poco importa ya, es de los pocos que despierta la cartelera patria y marca con mayúsculas.
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